Camera Obscura: My Maudlin Career

May 31, 2009






maudlin

adjective self-pityingly or tearfully sentimental.

— ORIGIN from the name of Mary Magdalen in the Bible, typically depicted weeping.





Sobre un iconoclasta de las letras

December 28, 2007




El que viene es un prolífico análisis sobre el sentido de la obra de Fernando Vallejo y su relación con algunas tradiciones literarias. Al final hay un enlace para leer la totalidad del ensayo publicado por la revista Número.









FERNANDO VALLEJO: DEMOLICIONES DE UN REACCIONARIO
Por Pablo Montoya*

Ilustraciones de Nicolás Lozano


Pablo Montoya, escritor antioqueño, hace un recorrido a fondo por la obra del también escritor antioqueño Fernando Vallejo. Como producto de esta disección, desentraña los elementos más problemáticos del universo vallejiano. Texto leído en la apertura del coloquio «La sátira en América Latina», organizado por la Universidad de la Sorbonne Nouvelle-Paris III.


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Una buena parte de la crítica literaria que se ha aproximado a la obra de Fernando Vallejo es la que han establecido los mismos escritores. En Colombia, desde Héctor Abad Faciolince, William Ospina, Nicolás Suescún, hasta las nuevas generaciones, donde sobresalen los criterios de Juan Álvarez, se le ha atribuido a la obra de Vallejo consideraciones entusiastas. Desde expresiones que van desde santo o energúmeno genial (1), o hipertrófico de la inteligencia y la sensibilidad (2), hasta decir de su obra que es el más emocionado grito de independencia y rebeldía(3), o de considerar al autor el más triste y radical humanista del desencanto (4), estas voces piensan que lo que se esconde detrás de los ataques corrosivos del escritor antioqueño es uno de los rasgos de su amor amargo hacia Colombia. Todas estas opiniones, que enaltecen las calidades literarias de una narrativa singular pero que dejan pasar por alto los matices reaccionarios que la sostienen, se podrían reducir a algo así como: Vallejo despotrica sobre Colombia porque le duele Colombia. Y su odio gigantesco es directamente proporcional a su amor. Ahora bien, la desmesura de este amor sincero y dolido hasta el marasmo parece que salvara de las consideraciones racistas, misóginas y fascistas las turbulentas aguas del río del tiempo vallejiano. En el plano de la recepción internacional de sus libros, ha sucedido algo similar. Se ensalzan el amor, la fraternidad, el trabajo del lenguaje manifiesto en la obra de Vallejo, pero hay pocas referencias a su trasfondo repulsivo. Así, Fernando Aínsa, uno de los jurados del Concurso Rómulo Gallegos que premió El desbarrancadero en el 2003, explica que más allá de la injuria hacia la mujer, de la que está repleta la novela, hay «un himno del amor fraternal» digno de homenajear (5). Así, Michel Bibard, en su prólogo a la versión al francés que hizo de La virgen de los sicarios dice que el lector, ante la acción catártica que sugiere la novela, «sale más exaltado que abrumado» (6). Así, Claude Michel Cluny, el editor del suplemento literario de Le Figaro, afirma de la misma novela que «es el más bello canto de amor y de condenación arrancado a la literatura en mucho tiempo» (7). En fin, William Ospina, en su comentario sobre la película La virgen de los sicarios, considera que el objetivo de Vallejo «es menos retratar una conciencia que zarandear un país» (8), permitiendo columbrar que la crítica se ha dedicado a interpretar cómo se zarandea un país sin pensar mucho en acercarse a la conciencia que zarandea. Es verdad que la obra de Vallejo integra esa cadena de célebres diatribas literarias donde bien podrían situarse las enarboladas por Léon Bloy y Céline. Las de Vallejo, como las de estos dos autores franceses, deben leerse en el plano mismo de la creación literaria. Pero, por el carácter de lo que dicen y por cómo lo dicen, se relacionan inevitablemente con las realidades sociales y políticas de sus países. Por tal razón no es sólo necesario sino pertinente desentrañar el usual pensamiento segregacionista que aparece, sin preámbulos ni concesiones, en estas demoliciones literarias.
Los escritores reaccionarios, tiznados de una cierta aureola de malditismo, son en el fondo iracundos resentidos e irreverentes frustrados. Enemigos del progreso y despotricadores del pasado, están suspendidos en una suerte de cotidiana amargura biliar. Reacios a casi todos los sistemas sociales y sus logros, ajenos a cualquier relación armónica con los dioses y los hombres, estos escritores se encaminan a una sola misión: desbaratar certezas políticas y religiosas, dinamitar los cimientos filantrópicos de la cultura. Esta forma de ataque recurre a la diatriba. Y la diatriba, en literatura, es la extrema expresión de la burla. Es esa burla que se torna escandalosa para que todos la escuchen, pero que con frecuencia corre el riego de terminar arrojada al triste rincón de las opiniones difíciles de tomar en serio. En el caso de Vallejo, la diatriba es una forma elaborada literariamente de lo que en Antioquia se llama la cantaleta. Y la cantaleta no es más que un canto. De ahí viene su etimología, entre otras cosas, que de tanto repetirse y acudir a la invectiva atragantada se convierte en una verbosidad agresiva que hace reír e incomoda las buenas conciencias, pero que también se torna fatigante monotonía. La diatriba acude, por lo demás, a las formas tradicionales de la ironía. A la repetición delirante, a la hipérbole sin límites, al símil arrasador, a la continua contradicción, al devaneo incoherente, a la injuria sagaz y al insulto de baja estofa. La de Vallejo se apoya en todos estos recursos. Pero su riqueza textual no se limita sólo a esta variada representación de una obra cínica hasta lo insoportable, sino que reside también en las conexiones que hay entre el discurso de su obra, eminentemente autobiográfico, y las realidades sociales de Colombia. En cuanto autobiografía novelada, es difícil seguir el consejo de los estructuralistas cuando plantean diferenciar al narrador del autor. Ambas entidades, en realidad, casi siempre se funden en Vallejo. Desde las cinco novelas de El río del tiempo hasta Mi hermano, el alcalde, y desde las biografías de los poetas Barba Jacob y Silva —El mensajero y Chapolas negras—, hasta los ensayos contra Darwin y Newton —La tautología darwinista y otros ensayos de biología y Manualito de imposturología física—, el hombre Fernando Vallejo está presente. De ahí que sean discutibles las interpretaciones que proponen separar al autor del narrador porque eso significaría creer que esa entidad que fustiga sin cesar todo establecimiento, todo orden, todo sistema, no tiene que ver con el señor radicado en Ciudad de México y que cada determinado tiempo sale de su madriguera a lanzar las mismas diatribas que se repiten en su obra y que hacen de ellas, a veces, un bochornoso espectáculo del escándalo (9).



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Para Vallejo, como sucede en Céline, en el acto de la escritura lo que importa es la emoción y no las ideas (10). Pero la primera, en ambos escritores, se estimula con las segundas. La emoción ultrajada en Vallejo se ha trazado un objetivo de alguna manera encomiable: construir una obra desde un yo narrativo que tiene como máxima preocupación adquirir un estilo. Ésta, por lo demás, es la más llamativa preocupación técnica en alguien que escribe novelas desmembradas desde el punto de vista del orden de las acciones. Incluso el propio narrador vallejiano se burla de la tercera persona, del tradicional orden temporal y de la unidad de espacio propio del arte novelístico. La elaboración de este estilo logra sus mejores momentos en La virgen de los sicarios y El desbarrancadero y, sin duda, es el producto de un trabajo de muchos años presente en la escritura de las cinco novelas que conforman El río del tiempo y El mensajero, la biografía sobre Barba Jacob. Un estilo que se depura a través de una muy acertada utilización de los lenguajes populares de Antioquia. Apoyándose en ellos, Vallejo logra en ocasiones un relato frenético, desbordante, jubiloso, humorístico, plagado de violencia sobre la ondeante, por no decir sombría, condición humana. Sin embargo, aunque Vallejo admire a Céline, se trata de un reconocimiento previsible ya que los dos escritores forman parte de la familia de los alegadores malditos del siglo XX, el tono de su diatriba no proviene de él. Está enraizado, más bien, en la literatura antioqueña. Esa literatura, llamada despectivamente regional por los cosmopolitas críticos de Bogotá, que va desde los dicharacheros y copleros campesinos del siglo XIX hasta la escrita en el siglo XX por autores como Fernando González y los nadaístas dirigidos por Gonzalo Arango. El afán de burlarse de la tendencia comerciante y usurera de los paisas, de su mezquina avaricia atávica que cabalga al lado del cultivo de un catolicismo filisteo e hipócrita; el ánimo siempre encendido de atacar la enseñanza de salesianos, jesuitas, dominicos, benedictinos, franciscanos y otros representantes de la brumosa pedagogía antioqueña proviene de un espíritu profundamente anticlerical, como el de Fernando González (11). Lo que sucede es que en Vallejo la crítica al establecimiento asume rasgos extremistas que González, ese viejo que salía en pelota a la calle para asustar a las vecinas de su finca, no practicó. Vallejo es un iconoclasta que odia toda noción de humanismo y es ajeno a cualquier ideal liberador para los hombres de Colombia y América Latina, mientras que González creía en ciertos valores éticos y políticos que podían liberar al pueblo, muchos de los cuales veía representados en Simón Bolívar. Para Vallejo, este personaje, es simplemente pernicioso. «Un hombrecito bajito», sangriento y ambicioso que no liberó nada y, en cambio, dejó sembrado el panorama político de Colombia de la peor corrupción (12).

Entre González y Vallejo las similitudes llegan hasta tal punto que es posible decir que a ambos los cobija, además de una inquietante contradicción que atraviesa sus obras —los dos critican políticos y alaban a otros aún más deplorables: Vallejo, por ejemplo, admira a Laureano Gómez en El río del tiempo y González celebra a Juan Vicente Gómez en Mi compadre—, un contorno anarquista que planea en varias de sus posiciones intelectuales. Pero si en González se trata de un anarquismo vitalista alimentado con conceptos griegos, latinos y bolivarianos, en el caso de Vallejo hay un claro anarquismo de derecha, sesgado por el racismo, que abomina de todos los procesos de transformación social dados en Colombia y en América Latina. Y, no obstante, es posible afirmar que ambos se confabulan en la práctica de una regresiva rebeldía conservadora, así expresen escandalosamente posiciones anticlericales. Donde también se siente la influencia de González en Vallejo es en la singular utilización del yo narrativo. Gutiérrez Girardot, en un breve pero certero análisis de la obra de González, dice: «Fernando González sólo tenía un punto de referencia, el Yo, a cuyo predominio llamó egoencia» (13). Vallejo cultiva un mecanismo similar pero, distante de la terminología filosófica a la que se inclina tanto González, lo llama egoísmo feroz o síndrome del ego. Lo suyo, como lo expresa en El fuego secreto, es «una colcha deshilvanada de retazos (...) pedazos unidos por el débil hilo del yo» (14). En realidad, si González trata de edificar desde ese yo una conciencia liberadora, Vallejo aniquila todas las conciencias, pues es un yo que en tanto que edifica un mundo pasado lo niega a partir de sus continuos derrumbamientos verbales. Un yo que, incluso, en la medida en que va trazando su autobiografía, desbarata las fronteras de los géneros literarios. Porque la obra de Vallejo no es ni novela, ni historia, ni poesía, ni biografía. Sólo un deseo logrado de oponer a la devastadora muerte la efímera existencia de la palabra.


Ensayo completo en la página de la Revista Número

Barbara Carlotti

June 19, 2007

Songwriting à l’inspiration vagabonde, entre pudeur et abandon lyrique, Barbara Carlotti dévoile au fil de ses chansons douces-amères le champ contre-champ de l’amour absolu, les belles imprudences et les égratignures du cœur. Cette blonde ombrageuse assume avec élégance et d’une voix sans apprêt, la sobriété classique et les gimmicks rutilants de la pop.

“L’univers de Barbara se promène du côté des années 60, un ton qui tient à la fois de Léonard Cohen et de Nico, de Joni Mitchell ou de Françoise Hardy, des étoiles solitaires qui chantent l’amour sur le ton de la mélancolie et ne se situent dans aucun courant.” Olivier Bailly, La Scène



I am so sorry, but if it wasn't clear enough, you will have to translate.

Barbara Carlotti Myspace

Barbara Carlotti: "Cannes"